La cerámica en la Sierra de Aracena ha sido conceptualmente robusta, hecha para durar y perdurar, sin adornos superfluos ni debilidades en las formas. Pero los tiempos cambian y el color ha empezado a destellar emanando de vajillas, tinajas y lebrillos.
Costumbre y tradición
Tradicional y práctica, con un marcado acento de usos ligados a las costumbres tradicionales de las matanzas, la mesa y el campo.
Quizá cansada de siglos de trabajo duro y tareas eternas, ahora ha encontrado la cerámica un remanso de paz, un nuevo quehacer que solo le demanda brillo, presencia y alma.
Las piezas tradicionales se han engalanado para un tiempo de reposo cuyo único fin será el de sostener miradas, soportar piropos y traer y llevar opiniones de los más curiosos.
El enaltecido vidriado bermellón que lustraba el interior de la loza, ahora cubre como una nueva piel toda la pieza y nuevos colores añiles, ambarinos, ocres y esmeraldas en tonos vivos y curiosos transforman el oficio del alfarero con tinturas de pintor y hacen de la artesanía un arte de color lujoso y atrevido que penetra en el siglo XXI con la fuerza de una pasión redescubierta.
Me gustan los lebrillos
Palabras antiguas que casi habían desaparecido ahora me arroban con su uso diario.
Estas piezas de barro casi olvidadas por cortijos y aldeas lucen de nuevo como centros de mesas, lavabos o cesteros.
Ahora que lo rural ha sido “redescubierto” por la moda, que las palabras retro y vintage están en boca de lo último, los lebrillos vuelven a las casas y descubren los pisos como nexo entre lo de siempre y lo moderno, lo que ha de pasar y lo que quedará. Un toque atemporal y atrevido entre tradición y vanguardia.
Volver a llenar las cocinas, los espacios, con barros y maderas es volver a la esencia del sabor sencillo y perdurable. El cristal y el plástico han durado lo que tenían que durar.
La cerámica de La Sierra de Aracena renace en esta nueva edad del hombre con los brillos y luces de nuestros días, la riqueza de los colores hace su guiño a la riqueza de gustos y multiculturalidad de nuestras urbes.
El mosaico vuelve a quedar completo: terrazo y tejas, arcillas y azulejos, lebrillos y lozas.
La cerámica, el cuero, la forja y el metal renacen tras haber vencido al plástico por derecho propio y principios leales. Me quedo con la fragilidad de la arcilla como dogma de su alma, el olor del cuero como ser que fué y las cestas de esparto, mimbre y neas que crecieron para perdurar.
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